Saturday, September 24, 2005

Hoffmann 2000 parte I



Habíamos comprado un ácido para ese fin de semana. Dos mitades de un Hoffmann 2000, el ácido del momento. Iba a ser mi primera vez y la suya también. Lo llevé envuelto en papel de aluminio y al llegar lo metí en el congelador por que ahí según decían conservaba intactas sus propiedades lisérgicas.

Lo tomaríamos cerca de la playa o en el cerro desde donde pudiéramos ver el mar. Pero la noche de nuestra llegada se nos rompió el condón, y ella, no sé por qué motivo SABIA que el ácido lisérgico era abortivo. Y nosotros queríamos tener ese hijo; por algo habíamos seguido follando después de la ruptura, porque cuando nos miramos después de ver que el condón estaba completamente roto reaccionamos de dos modos, primero sorprendidos y después asumidos… más tarde felices. Aunque no estábamos seguros si ella estaba embarazada o no, pero de todos modos preferimos guardar el ácido para revenderlo en la capital o regalarlo o lo que sea. Si es que lo tomábamos, en el mejor de los casos seríamos padres de un hijo deforme, así que no quisimos arriesgarnos.

Fábula (F.) ni siquiera quiso tomar vino al día siguiente. Decidimos esperar y no comentar el tema hasta el próximo fin de semana, cuando compraríamos un test de embarazo y sabríamos qué tan real era nuestra certeza. De todos modos terminamos el fin de semana follando con condón, procurando revisar cada cierto rato que este no se hubiese roto.

Nos separamos el domingo en la tarde de vuelta a la capital. Fábula me dijo te lo podrías tomar tú. Yo lo pensé unos segundos y le dije de más, que lo probaría al otro día. Me preguntó a quien iba a invitar a tomármelo. Le mentí, le dije a nadie. Me dijo pero cómo te lo vas a tomar solo, estás loco, y me dio los nombre de dos o tres amigos a los cuales ella creía yo debería invitar. Pero apenas me quedé solo llamé a la mina que me estaba comiendo antes que ella y le pregunté si se quería tomar un ácido conmigo al día siguiente. Esta me dijo te respondo mañana. Lo que yo había escuchado del ácido era que a uno lo ponía muy cachondo y que los polvos durante el efecto eran los mejores de la galaxia. Me entusiasmé pensando en mi amiga que tenía un culo delicioso y me la imaginé en cuatro, delante de mí, con sus nalgas blancas y redondas vibrando y el coñito rosado y jugoso guiñándome el único ojo.

Llegó el lunes. De vuelta de clases llamé a mi eventual compañera de viaje y le pregunté que onda. Mentiría si dijera que recuerdo que clase de excusa fue la que me dio para zafarse de la situación. Le dio miedo, pensé. Ya sea yo o el ácido algo le dio miedo. Yo ya estaba decidido a tomármelo así que me programé para que ese día fuera mi primera experiencia con el LSD (Lucy in the Sky with Diamonds).

Los papelitos medían no más de cinco milímetros por lado. No se te ocurra venir para acá, ni llamarme a deshoras, me dijo Fábula al teléfono, poco antes de la hora señalada. Me lo repitió muchas veces. En un día como ese, 16 de octubre, la primavera en la ciudad se veía representada con lo que había fuera de mi casa: gran cantidad de pétalos de un árbol de flores marfil esparcidas a los pies de las veredas. A las nueve y media de la noche me puse el primer papelito sobre la lengua. Este se deshizo rápidamente y pensé que la velocidad de su descomposición en mi boca me jugaría en contra para sentir el efecto. Me senté frente al computador a navegar en Internet con conexión telefónica a 14400 bps. desde un procesador 486 de primera generación. Apenas se la podía con el Explorer versión 3.0 y el mIRC.

Pasó una hora y no sentí efecto alguno. Recordé cuando una amiga me dijo ves como que las cosas respiran, pero yo no veía nada respirando, ni siquiera los cojines. Convencido que el ácido estaba medio vencido me tomé la otra mitad. Así dieron las once de la noche. En una extraña nostalgia quise llamar a mis viejos. Me contestó mi papá, prácticamente dormido y tuvimos una conversación inconexa. Pensé: que él hable incoherencias se entiende, estaba durmiendo y ni siquiera se limpió la baba del sueño para hablar mejor, pero yo estoy absolutamente despierto así que algo me pasa; le corté antes de que se percatara de algo raro, aunque dada su somnolencia esa posibilidad no existía. ¿Cómo saber si me había hecho efecto? Para eso estaba Internet. Escribí: efectos del LSD. En una de las páginas decía claramente “pupilas dilatadas”. Fui al baño a mirarme al espejo: dos agujeros negros ocupaban el área de mi cara donde antes estuvieron mis ojos. Estaba en ácido. Me puse eufórico y todo en mí se despertaba para darle la bienvenida a las sensaciones que experimentaría esa noche, como si mi cuerpo las conociera de antemano. Apagué la luz de mi departamento, me senté en mi sillón personal ubicado frente a la entrada y me dediqué a mirar la puerta de ventanas del acceso por donde llegaba la luz de los candiles, tenuemente. La figura humana de un autoadhesivo que había puesto ahí unos meses antes se empezaba a contonear al ritmo de mi imaginación.

Me paré y prendí la luz. Apagué la luz. La volví a prender y la apagué de nuevo. Salí por la puerta a mirar hacia la calle, y el espectáculo fue inolvidable: los pétalos blanquecinos que estaban en la calle brillaban; me recordaron esos tesoros de dibujos animados ochenteros onda dungeons and dragons donde las camas de los dragones eran grandes depósitos de oro radiante. Eran manchas fosforescentes sobre la gris línea de asfalto. Volví a entrar y a encender la luz. Fui al baño y me senté a cagar. En la pared de baldosas que quedó frente mío faltaban algunas losas. El cemento donde estas habían estado pegadas formaba un bajorrelieve de poros negros contra una superficie gris. Pero al mirarlo durante unos segundos los poros del cemento se volvían grises y la superficie negra y así sucesivamente como en un baile oscilante o esos fractales de colores cambiantes que mostraban al terminar las transmisiones de uno de los primeros canales privados. La imagen era fantástica.

Me limpié el poto y salí al living. Prendí la radio: nada de lo que sonaba me gustó. Saqué un disco en el que tenía las versiones electrónicas de las canciones que más me gustaban en ese tiempo y me puse a bailar, solo, a oscuras otra vez, en medio de la habitación. Al cabo de un rato me dio sed. Pensé en llamar a Fábula pero me arrepentí de inmediato. Cuando ya me dieron ganas de fumar también, no pude aguantarme más y decidí salir a comprar cigarros y cervezas. Pero había un problema: la música me tenía caliente y de modo alguno saldría sin ella. Encontré una fácil solución: grabé el disco entero en un cassette y salí con mi walkman. Paranoico por el frío que por esas fechas ya estaba casi extinto me puse un chaleco y un abrigo de gamuza tipo highlander y salí. El beat de los audífonos, y mis pasos, se llevaron de maravilla. Una rara especie de seguridad me tenía envuelto, sentía como si un campo de fuerza me rodeara, me sentía infinitamente SEDUCTOR. Sentía en ese momento que cualquier mina que se me hubiese puesto por delante sería inapelablemente mía. Llegué a la estación de servicio más cercana a mi casa y compré una cerveza de litro. Al salir del minimarket pasaba un viejo amigo malabarista del barrio por entre los dispensadores de bencina. Hola le dije y me acerqué efusivamente. Hola me dijo él, tímidamente, mirándome asustado o incómodo y yo sentí que mi campo de fuerza lo estaba doblegando. Se fue apenas pudo zafarse de mí.
Ahora me faltaban los cigarros. Caminé hasta una plaza encerrada entre dos grandes avenidas que estaba cerca de ahí y escondí la cerveza debajo de uno de sus bancos. Quería encontrar a alguien con quien pudiera comprar cigarros, no quería gastar en una cajetilla completa. Hice minutos parado en la esquina de Eleodoro Yañez con Providencia, cuando divisé una pareja que venía de la mano proveniente desde plaza Italia. Cuando pasaron a mi lado les conversé un par de cosas. Cuando los vi reirse conmigo les pregunté ¿tienen cigarros?. No, me respondieron, pero ahora vamos a comprar. Compremos una cajetilla a medias les dije y ellos estuvieron de acuerdo. Empezamos a caminar juntos en dirección a una Copec que estaba poco más allá. ¿De donde vienen?, pregunté. De un evento, trabajamos como garzones… ¿y tú? dijo él, mirándome, de verdad interesado. De muy lejos, dije, pero era imposible que ellos entendieran a qué me refería. Él era bajito y simpático. Ella menuda y coqueta. Yo sentía en el aire su atracción hacia mí y cómo mi campo de fuerza la dominaba. Faltaba cruzar una gruesa avenida para llegar a la bomba. Juntamos las monedas y ella le dijo a su novio anda tú no más, para qué vamos a ir todos. Él asintió y partió a cruzar la calle. Ella me miró maliciosamente y yo me reí coquetamente en su cara de sus intenciones. Podríamos ir a tomarnos una cerveza a la plaza, me dijo. Yo la miré de arriba abajo y me gustaron sus tetas y su cara de caliente. Podía sentir en el aire sus feromonas y estoy seguro que ella también percibía las mías que deben haber estado más fétidas que nunca. Recordé mi cerveza escondida en la plaza.

Dentro de la caseta transparente donde vendían los cigarrillos el novio de mi acompañante levantaba su mano para apuntarle a la cajera una sección de la cigarrera que flotaba sobre la registradora.

4 Comments:

Blogger Claudia Corazón Feliz said...

Ansiosa espero la parte II. Puta que me entretengo.

12:55 PM  
Blogger Mexxe said...

Estimado,

Tienes toda la razón. Tu comentario no fue bonito, pero el mío subió varios peldaños en la escala del mal gusto.
Retiro formal y materialmente mi horroroso comentario.

7:14 AM  
Blogger garta said...

mi experiencia con los acidos siempre ha sido más bien de caminar y caminar. La ultima vez me tome uno en buenos aires y camine mas que la chucha, llovía y el perla con pantalones cortos y poleras. Igual -y no por el caracho- pasé por el tipico turista gil.
Excelente historia

11:20 AM  
Blogger Filos en Mundo de Sofía said...

Como siempre muy bueno y con ganas de seguirte leyendo.

Saludos.

Elva*

10:26 AM  

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